El encargo de una clínica de fertilidad se presta a conjugar calidez y tecnología: materiales vivos, con nudos y aguas, con otros asépticos y cristalinos.

Materializarlo, con un presupuesto ajustado, se presta entonces al empleo de pino de mobila y filtros de policarbonato celular. A través de las celdillas, apenas se cuela el murmullo exterior: así, sin ser percibidos, percibimos un amortiguado recuerdo del lugar donde estábamos. En realidad, estamos en la sala de espera, donde la luz blanca de Alicante penetra quebrada, como acariciada, y se desliza densa por las cavidades de éste órgano de madera. Es la antesala de cualquier cosa buena, de posibles buenas noticias, de optimismo, y de vitalidad. El suelo es de corcho y es mullido, la espera es cándida entre vastas y sinuosas chapas de pino graso; hasta que nos llaman, y pasamos el umbral privado donde por suerte nos esperan también cálidas tapas de pino, que contienen la frialdad del blanco clínico. Allí, resguardado entre inox y batas blancas, se obrará el minúsculo pero extraordinario milagro de la vida.

Afuera aguarda mientras la ciudad, en un vértice donde confluyen una arteria metropolitana y otra urbana. Para la primera, la fachada es un rótulo cinemático, para leerse de lejos y en movimiento, mientras que para la segunda, se trata de una delicada celosía alistonada que deja entrever la luz templada que emana del interior. La estrategia del proyecto es precisamente concentrar toda la intensidad, también de presupuesto, en esos espacios públicos del local: en dar vida a unos órganos de madera, protegidos e iluminados por membranas translúcidas. El milagro de la vida, en un cálido catéter de plástico.