LA ESFERA DE PAPEL
La Esfera de Papel

Viviremos sin casas: la pérdida de la intimidad

Actualizado

La crisis global por los precios inmobiliarios lleva al mercado a recuperar experimentos utópicos, no siempre halagüeños

El edificio Narkomfin, de Moséi Ginzburg (1930).
El edificio Narkomfin, de Moséi Ginzburg (1930). ROBERT BYRON

Lo primero será nombrar algunos libros: en La vida está en otra parte, de Milan Kundera, al poeta Jaromil y a su madre les iban requisando las habitaciones de su casa burguesa en Praga. El chalet se llenaba de gente vulgar que les robaba la intimidad y quizá les espiara para la policía. En La Habana para un infante difunto, de Cabrera Infante, el narrador vivía en una colmena de infraviviendas. Los vecinos se invadían unos a otros todo el tiempo y el narrador llamaba «falansterio» al lugar, igual que las residencias utópicas de Charles Fourier. Las bromas de Cabrera eran así. Y aún podríamos hablar de Una casa, una mujer, una novela de Wilhelm Genazino y de Una habitación propia de Virginia Woolf, dos títulos preciosos que expresan la misma idea: la vivienda y la privacidad son derechos cuya conquista expresa la entrada en la vida adulta. Lo mejor que nos puede dar la vida adulta.

Pero la novela que nos interesa de verdad se llama Rascacielos, lo escribió J.G. Ballard y reapareció hace unos meses en las librerías españolas (Runas/Alianza). Ballard, escritor de siniestros totales y distopías, inventó en sus páginas una gigantesca comunidad de vecinos, una torre de 2.000 apartamentos, pequeños pero lujosos, bien ventilados, soleados y llenos de extras: cada pocas plantas, la torre de Ballard ofrecía piscinas, gimnasios, galerías de arte, licorerías, cines, salones... El edificio estaba hecha para que sus habitantes vivieran en sofisticada comunidad.

Todo el mundo estaba encantado de conocerse en el rascacielos. Como los pisos eran cápsulas mínimas, los habitantes solían ser profesionales jóvenes con ganas de juerga. Todas las noches había fiestas en la torre y al principio, el desmadre era divertido pero luego empezó a ser molesto. Las vomitonas alcohólicas caían al vacío desde los pisos altos, los tonteos se convertían en adulterios y los adulterios se volvían peleas. Empezaban a abundar las agresiones sexuales. Las pocas familias con niños del edificio se organizaron para defenderse. Alguien mató a un perro, la compañía emblemática de las clases altas del edificio, y lanzó su cadáver a una de las piscinas. Mientras, los habitantes de los pisos inferiores, los más humildes de la comunidad, también se organizaron en grupos violentos que defendían su territorio. Al final de Rascacielos, la torre estaba gobernada por señores de la guerra como si fuera un país miserable en llamas.

La reedición de Rascacielos conecta con una noticia reciente: en Londres y San Francisco, ciudades de precios inmobiliarios desorbitados, triunfan los coliving, empresas residenciales que ofrecen una especie de colegios mayores para adultos. Sus inquilinos tienen derecho a la privacidad de una habitación, no especialmente grande (de nueve a 15 metros cuadrados), y al acceso a zonas comunes generosas y fotogénicas: cuartos de estar que recuerdan a Friends, gimnasios y lavanderías que parecen discotecas, comedores con aspecto de restaurantes de moda, azoteas en las que celebrar cumpleaños...Uno de esos conjuntos, ya en construcción en San José, junto a San Francisco, tendrá 800 apartamentos, casi tantos como los del Rascacielos de J.G. Ballard.

Ahora, un inciso: a estas alturas de 2019, parece imposible hablar de vivienda sin referirse a precios, inflaciones y personas excluidas del derecho a un hogar. Pero hay otros temas esperando que tienen que ver con la vivienda: la intimidad, por ejemplo que también tienen que ver con la economía.

«Con la Revolución Francesa el concepto de individualidad surgió asociado a la libertad. Entonces, la importancia de ser propietario de una casa se convirtió en un deseo cada vez más grande. En paralelo se empezó a desarrollar lentamente también una idea del espacio propio de cada uno en la casa. Los espacios de distribución y circulación, así como la búsqueda de cierta independencia surgieron como planteamientos arquitectónicos frente a la socialización obligada del mundo antiguo».

Quien habla es Ana Sofia Pereira, arquitecta portuguesa, profesora en Oporto y autora del ensayo La intimidad de la casa. «A pesar de todo, la garantía de privacidad o la conquista del espacio individual fue privilegio de pocos, de la clase aristócrata y, más tarde, de la burguesía. Hasta el periodo de las dos grandes guerras, las clases populares siguen habitando casas hacinadas de gente».

Walden 7, obra de 1969.
Walden 7, obra de 1969.ADRIAN GREEMAN

Ahora, el mundo se vuelve del revés y son los ingenieros del Valle del Silicio los que hacen el camino de vuelta y, como los habitantes del Rascacielos de Ballard, renuncian a su privacidad a cambio de un modo de vida de aspecto sofisticado. Lo curioso es que su experiencia, propia de una economía de mercado llevada hasta el límite, es la misma que propuso la Unión Soviética hace 100 años.

Daniel Sirvent, arquitecto y profesor de la Universidad de Alicante, dedicó su tesis doctoral a las viviendas colectivas soviéticas y también ha caído en esa coincidencia. «Es curioso, el mercado inmobiliario actual, ante el imparable incremento de precios, ha llegado al mismo modelo arquitectónico, el apartamento compartido, por caminos muy diferentes: mientras en la Rusia de 1917 el Estado expropiaba las grandes viviendas de la burguesía y reubicaba en las habitaciones a familias de obreros y campesinos (las kommunalka), el inversionista actual alquila por separado las habitaciones de un mismo apartamento para obtener mayores réditos económicos».

«La kommunalka», continúa Sirvent, «se implantó como medida de urgencia en los primeros años de la Revolución, y actualmente aún es posible encontrar muchos de estos apartamentos comunales en el centro de San Petersburgo y en otras grandes ciudades rusas. Este tipo arquitectónico tiene su origen en un texto de Engels expuesto en un escrito de 1873, Contribución al problema de la vivienda que, en cierto modo recuerda al 'ni gente sin casa, ni casas sin gente' de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca que le sirvió a Ada Colau para ganar la alcaldía de Barcelona en 2015».

Había variedad entre los kommunalka: apartamentos mínimos y pisos de 40 metros cuadrados. Antiguos edificios burgueses expropiados y obras de nueva planta como la casa Narkomfin de Moiséi Guínzburg, que es una especie de Unidad de Habitación antes de Le Corbusier. Los espacios comunes estaban pensados para transmitir una buena educación socialista, pero también incluían gimnasios, guarderías, lavanderías... Y, además de ser una solución económica urgente, tenían un sentido de subversión antiburguesa.

«Una de las proclamas de la Revolución era la liberación de la mujer de las tareas domésticas, permitiendo su incorporación al proceso productivo. Indirectamente, se pretendía dinamitar las bases de la familia burguesa tradicional suprimiendo así los roles típicos de hombre y mujer. Para ello era preciso rediseñar el espacio doméstico, y la colectivización de los servicios era una solución. También hay quien defiende que, detrás de estas ideas de igualdad social tan avanzadas en su momento, se escondía la necesidad de incorporar más mano de obra al campo y a la industria», explica Sirvent.

Los soviéticos no fueron los únicos que quisieron cambiar la sociedad a través de la arquitectura. Los años 60 y 70 también están llenos de proyectos utópicos que prometían formas de vida más comunales, más ligeras. La casa de la Tokyo nomad girl de Toyo Ito se desplegaba desde una maleta. Los habitantes de la Plug city de Archigram ocupaban cápsulas prefabricadas que se acoplaban y desacoplaban a un infinto eje vertical. Y el artista holandés Constant previó una nueva civilización en la que todas las estructuras estaban pensadas para el nomadismo y la mutabilidad.No hay que desdeñarlo: el festival Burning Man, capaz de crear una ciudad de 250.000 habitantes de la nada en el desierto todos los años, se parece a los dibujos de Constant.

Toda esa arquitectura utópica de los años 60 tenía un tema básico: la libertad del individuo que se logra a través de la ligereza. Incluida la ligereza respecto a la familia. «Era el espíritu de una época en la que el mundo se veía con despreocupación y optimismo», cuenta el arquitecto Andrés Jaque, profesor en Columbia. «Hoy, los problemas nos parecen más concretos: la huella ecológica, la independencia de los ancianos, el cuidado de los niños...».

'Walking City', de Archigram.
'Walking City', de Archigram.

Uno de los pocos proyectos de esa época que fueron construidos es Walden 7, el conjunto de viviendas que diseñó el estudio de Ricardo Bofill hace ahora 50 años en Sant Just Desvern, en Barcelona. Los poetas Joan Margarit y José Agustín Goytisolo aparecen como coautores de Walden 7, lo que da idea del tipo de proyecto que fue.

Las viviendas, de nuevo, son modulos pequeños, hechos a la medida del individuo y no de la familia convencional. Los pisos, igual que las zonas comunes, evitan la lógica de los ángulos rectos y los espacios claros, tratan de propiciar encuentros inesperados y atmósferas confusas. Hay imágenes de los pasillos de Walden 7 que parecen zocos árabes. La fachada, en cambio, parece un paisaje de Moebius.

En los buscadores de los periódicos hay noticias bastante tempranas sobre las denuncias entre vecinos de Walden 7. También contra la empresa que les vendió los pisos. Y contra el estudio de Bofill. Con el tiempo, muchos de ellos unieron módulos y crearon pisos más o menos convencionales. Eso también se puede consultar en la web, en los portales inmobiliarios. Imposible no acordarse del Rascacielos de J.G. Ballard y desear buena suerte a los inquilinos de los coliving.

Conforme a los criterios deThe Trust Project

Saber más