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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa
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Circulación para la ciudadanía: obviedades

La velocidad de la circulación la decide siempre la mayoría. Lo que queda por decidir, en las peatonalizaciones y las necesarias convivencias entre nuevos vehículos, es quién o qué será esa mayoría

Anatxu Zabalbeascoa
Peatonalización del Puerto de Marsella. Proyecto de Michel Desvinge, Aik Aik, Ingerop, Tangram y Foster & Partners
Peatonalización del Puerto de Marsella. Proyecto de Michel Desvinge, Aik Aik, Ingerop, Tangram y Foster & PartnersCCCB

De adolescente me hice amiga de Rosa que iba a mi colegio pero era un año menor que yo porque las dos jugábamos –bastante mal- de aleros en el equipo de baloncesto. Las dos vivíamos cerca y por eso íbamos a los partidos en autobús. Ella me parecía irreal. Era tan temerosa como temeraria. Podía ponerse roja con algo que le contabas y podía contarte a su vez que se había llevado a un atracador a su casa para darle mil pesetas porque cuando la atracó no tenía dinero y lo convenció de que no le clavara la navaja y la acompañara a su casa. Así era ella.

Cuando madrugábamos los sábados para coger el autobús yo le decía que estaba ahorrando para comprarme una moto.

-¿Te dejarán?

-Si no pides dinero te dejan hacer casi todo.

En cuanto tuviera 16 años me la iba a comprar (lo hice, pero con 18). Ella no se decidió porque le daba miedo. Años después, cuando ya se había convertido en abogada, supe que se había comprado una Vespa. “Es preciosa. Le tengo mucho respeto, pero es la máquina del tiempo”, me dijo. Más tarde aún, cerca de los cuarenta, mis hermanas me dijeron que Rosa había muerto.

-¿Cómo?

El puerto de Marsella antes de su peatonalización.
El puerto de Marsella antes de su peatonalización.CCCB

-Accidente de moto.

Me quedé muda. Ya era la tercera de las niñas del colegio que se mataba conduciendo. Pero ella no se había estrellado ni se había dado con la cabeza en un bordillo al frenar mal. A Rosa la había atropellado una moto mientras esperaba para cruzar el semáforo. Excéntrica y cauta, responsable y reflexiva, temeraria y temerosa, Rosa no había cogido la moto ese día porque tenía juicio y se había puesto un traje de chaqueta y zapatos de tacón. La habían atropellado en la acera, no cruzando, esperando para cruzar.

De Rosa –nunca la llamábamos así, la bautizamos como Compinche y ella no protestó- heredé una manía que luego me he cansado de repetir a mis hijos -“mirad siempre, incluso si está verde para el peatón”- y la conciencia de que en las ciudades mueren más personas por atropello que por accidente de coche. Sé que Rosa fue una muy dolorosa excepción: se mueren más motoristas conduciendo que atropellados. Pero las excepciones son siempre síntomas.

La velocidad la decide siempre la mayoría. En una manifestación no hay normas de circulación. Pero tiene que haber lógica. Y casi siempre aflora. Las avalanchas se forman cuando no se respeta, con paciencia, el orden mayoritario. Sucede en los parques y en los conciertos, en las estaciones y en los aeropuertos. La naturaleza del lugar permite que cada uno llegue donde necesita llegar pasando por donde puede. Y cuando hay cuidado y educación casi siempre sucede de manera civilizada. El caos es capaz de organizarse estableciendo prioridades. La mayoría de la gente se aparta cuando un vehículo que transporta a una persona mayor pide paso en una terminal, lo mismo que los coches cuando escuchan las sirenas de bomberos o ambulancias. Claro que hay algunos que aprovechan el rebufo, pero son la minoría. Hay quien los ve como listillos. La mayoría los vemos como incívicos. Porque es esa mayoría la que permite que alguien que llega muy justo al vuelo se salte el turno si lo pide con educación. Nadie se quedaría reclamando su derecho en el lado derecho si apareciera un niño corriendo. O un empleado de la limpieza empujando un carrito. Sería absurdo. Lo mismo que la mayoría de vehículos que circulan por el carril rápido de la autopista no permanecen en él: aunque la velocidad máxima sea de 120 kilómetros por hora, todos sabemos que ese es el espacio para quien quiere utilizar la libertad de correr más asumiendo sus consecuencias. Los que adelantan por el carril derecho son los incívicos de la autopista. Los que colapsan el izquierdo son los que no entienden la lógica de la circulación.

 En el Paseo de los coches de El Retiro –donde se montan las casetas durante la Feria del Libro de Madrid- a partir de las siete de la tarde y todo el día durante el fin de semana conviven bicicletas –no muchas- patinadores –muchísimos, bastantes aprendiendo-, turistas montados en patinetes, gente que corre –“runners”- y muchas personas que simplemente pasean. Algunos con bastones de marcha nórdica, otros empujando un andador. Cada uno se mueve a una velocidad distinta. No hay carriles que los organicen. Y sin embargo, todo fluye.

Cuando paseé por Madrid Río por primera vez sus arquitectos me contaron que habían sopesado marcar carriles de bici y zonas de paseo más lento. Al final no les dio tiempo a hacerlo: los ciudadanos tomaron el paseo. Comprobaron entonces que con la gente por en medio los ciclistas moderaban la velocidad. Salvo algunos inquietos al principio, nadie confundía un paseo con una pista de carreras. Sucedía con los paseantes lo mismo que ocurre cuando hay niños en una ciudad: todos disminuimos la velocidad y si pisamos el carril bici es momentáneamente, o por error. La convivencia es lo que nos civiliza.

Legislar sobre la circulación peatonal implica siempre el reconocimiento de una impotencia, una incapacidad o inmadurez. Pero las normas nunca pueden estar por encima de las personas. De la misma manera que ya nadie escupe en los bares y que hemos aprendido a pisar el césped sin destrozarlo, tal vez convenga volver a establecer normas cívicas de circulación para cuando uno dude. Pero solo para entonces. Por eso, sean bienvenidas las restricciones de tráfico en el centro de las ciudades aunque con nuestro viejo coche ya no podamos llegar hasta la portería para cargar y descargar. A ver si de esta aprendemos, de paso, a viajar ligero.

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